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2.10.09

Los Abrazos rotos



En Arsénico y Encaje Antiguo, el clásico de Frank Capra, todo parece posible. El envenenamiento como forma de compasión, el entierro de cadáveres en el sotano de una agradable casa de familia, la falta absoluta de remordimiento por parte de las tiernas viejitas asesinas y sus diálogos inverosímiles con un cada vez más azorado Cary Grant. Todo es posible por obra de la luminosa gracia del director, condimento sin el cual el resto de las cualidades se disuelven como un Alka-Seltzer en las piletas de La Salada.

Como Capra, Almodovar posee ese condimento. Es además el autor de un mundo propio en el que las historias que nos propone pueden estar mejor o peor contadas pero logran, como aquellas comedias clásicas de Hollywood, el milagro de la liviandad. Sus obsesiones vuelven, con variantes como la relación padre-hijo que por una vez deja en segundo plano la de madre-hija o sin cambios como en el caso de Penelope Cruz que se transforma nuevamente frente a su cámara en Afrodita.

El resto de los actores, como siempre, brilla con luz propia. En particular Lluís Homar, el personaje principal, pero también Blanca Portillo o nuestra amiga Lola Dueñas, a cargo de otra de las eternas obsesiones del director.

En Página 12, el amigo Monteagudo rescata una escena magistral, sin duda la mejor de la película.