
Star Trek siempre me gustó. Las razones han ido cambiando con el tiempo, pero no la felicidad de volver a ver por centésima vez alguno de sus extraños capítulos. Me refiero claro, a la serie, no a las películas que creo no haber visto (recuerdo el trailer de una que mencionaba la salvación de las ballenas, o algo así). No soy tampoco un fanático, nunca visité una convención de trekkis ni atesoro la foto autografiada de alguna de las estrellas menguantes del elenco original.
La serie me gusta primero por el infinito ingenio desplegado frente a la escasez de recursos. Tenemos una nave descomunal, del tamaño de una ciudad pequeña, pero lo único que vemos es una sala de comando grande como el living de casa, algunos pasillos, la habitación del Capitán Kirk y con un poco de suerte la sala de máquinas. No mucho más. Por otro lado, la nave ha viajado durante miles de años luz para llegar a planetas recónditos donde los alienígenas se visten como en
Bonanza o como en alguna serie Z medieval. Las atmósferas amistosas y los climas templados de esos planetas lejanos permiten milagrosamente que nuestros heroes se paseen en pijama y sin escafandra, como en sus propios camarotes. Las cavernas y asteroides del espacio intergaláctico son de suave utilería terrícola.
La
teletransportación, una de las invenciones más geniales, permite resolver el trayecto de la nave al planeta a visitar economizándole a la producción una maqueta adicional (la gente desaparece acá y aparece allá, así de fácil). La verosimilitud nunca fue la obsesión de los guionistas, cosa que seguimos agradeciéndoles.
Hay también, creo, una bienvenida falta de maniqueísmo.
James T. Kirk, el Capitán adiposo, no es el conquistador viril de una Federación avasallante sino uno más entre los suyos, con pocas certezas, una cierta tolerancia hacia aquello que no conoce y una afición hacia la buena vida (el humor, las mujeres que no dejan de buscarlo en cada rincón del universo).
Tiene más de Simbad que de Hernán Cortez, cosa que también podemos seguir agradeciéndole.